Justo en el Dia Internacional del Adulto Mayor, nos dejó el bueno de Héctor Salas, el kiosquero de la esquina de Oliva y Colón.
Era parte del paisaje grato del céntrico barrio Rodriguez de Francia de Asunción, un hombre bueno, noble, trabajador, honrado hasta los tuétanos, servicial, culto. Leía mucho y tenía tema de conversación con todos los que pasaban por ahí (por supuesto uno de los más abordados, siempre era el deporte). Bastaba cruzar en diagonal desde nuestra casa y oficina para encontrarnos con su siempre optimista figura y sin preguntar informarnos del tema del momento.
Sentado en su banquito, se preocupó por disponer de otro para quien quisiera compartir con él algún rato, mientras a la sombra de un joven pero ya robusto lapacho que él mismo plantó, fuera más grata la espera de algún bus del transporte público que cada vez tardaba más en arribar.
Era el amigo de todos, sin distinción alguna. Incluso llegó a superponer unos ladrillos y baldosas rotas para armar otro asiento más, donde recibir a sus amigos de todos los días: el abogado del edificio líder de enfrente, los comerciantes Carlucho, Marcial y Gustavo, a quienes de paso me solía unir brevemente pidiéndole al abogado Miguel Garcete que entone las estrofas de algún tema romántico o un tango para matizar el tema que se abordaba en el momento y después seguía mi camino.
No solo los transeúntes se detenían un rato sino hasta los automovilistas que frenaban ante el rojo del semáforo de la esquina para compartir aunque fueran segundos con él.
Todos sentimos fuertemente el impacto de la partida inesperada de este amigo leal que hace décadas dejó su Avellaneda natal para afincarse en nuestra capital.
Era mi proveedor constante de hojas de guayaba para la garganta desde que me quedé huérfano del árbol que tenía en el patio de casa. Si había algo que no funcionaba, antes de llevarlo a quien era el especialista en la materia para reparar la avería especifica del objeto, era preciso pasar junto a Héctor que las mas de las veces solucionaba él mismo el problema y si no, tenía la información precisa de quien podía hacerlo.
El barrio se quedó sin Hector. El kiosko está cerrado con ese frondoso árbol que ya no cobija con su sombra generosa a quien lo plantó y bien pegado a su local de trabajo cotidiano y alejado del otro que fue talado y le privó por meses de la tan necesaria sombrilla natural imprescindible. Recuerdo cuánto se lamentó y plagueó el día en que para inaugurar la Biblioteca Nacional de Agricultura, cortaron un frondoso árbol y dejaron la huella de lo que fue, con un tronco – muñón cercenado inerte, que ni para asiento provisorio sirve, sino como testimonio de una inconsciente acción de desforestación urbana.
Con esa resiliencia tan proverbial que tenia, se encargó de plantar, cuidar, regar y ver crecer al árbol sustituto que hoy es casi el doble de frondoso del que fue cercenado. Y era su justificado motivo de orgullo.
Gracias por tanta bondad, servicio y enseñanza de vida que nos diste, querido Hector. QEPD.
PEDRO GARCIA GAROZZO